
No lo había notado antes. Pero ese día abrí la heladera y le pregunté a mi mamá si quedaba del dulce de higo que había preparado hace varios meses y el que nos disputamos principalmente con Mateo. “Ñalai” me respondió mientras le daba otro giro a la lana por la aguja de tejer. Me di vuelta y cerré la heladera sabiendo que iba a tener que engañar al estómago con otra cosa. Pero ese día se me ocurrió preguntarle a mi mamá porqué yo sabía eso y porqué además, ella también lo sabía. Cómo, cuándo, dónde había aprendido esa palabra que usábamos tan cotidianamente. Una palabra que siempre usamos en la familia y de la que todos sabíamos su significado. Pero pausadamente comencé a darme cuenta de la cantidad de palabras que no eran del castellano pero que usábamos en las conversaciones de siempre como si lo fueran y que ese día, por alguna razón, me despertaron curiosidad.
Mi mamá me dijo que eran palabras mapuches. Con toda mi arrogancia fui derecho a lo seguro: “diccionario Mapuche-Español”. Un diccionario pequeño que alguna vez había notado. Tenía palabras sueltas, colores, números. –No sale ahí- me dice mi mamá –porque además eso es de otras regiones, por los dialectos- me dijo. Calenté el agua para los mates y me senté adelante de ella. Apenas me miró por arriba de los anteojos (esos anteojos para ver de cerca y no de lejos) comenzó a contarme de sus años de maestra en Malleo. –Las mamás de los nenes nos decían que querían que sus chicos aprendieran la “lengua de castilla”. La “lengua de castilla” decían, porque todos hablaban mapuche y los mandaban a la escuela porque si no, no podían hablar con los maestros, no podían comprar, tampoco vender y era un lío-me cuenta. Justo durante la conversación llegó Marcos que había estado jugando a la pelota en “la canchita”, que era un baldío que estaba al lado de la casa y que usábamos vecinos del barrio para jugar “picaditos”. Como escuchó más o menos las cosas que mi mamá contaba, Marcos me mira y me dice –de ahí viene Ayelén-. Y asintiendo con la cabeza mi mamá sigue –claro, por eso te llamás Ayelén, por eso “Male” es Malén y “Pire” es Pirén-.
– ¿Y los chicos?- pregunté porque no me sonaba para nada que los nombres de mis hermanos fueran de origen mapuche.
-Bueno ellos no tienen nombre mapuche obviamente- y me miró por arriba de los anteojos –pero ustedes sí porque eran tan lindos esos nombres para nenas. Esos nenes, vos vieras la dulzura de esos nenes. Ahí aprendimos esos nombres y otras cosas más. Algunas cosas yo ya las sabía por Pacho, pero ahí aprendimos porque además si no, no había forma de dar las clases ni de vivir-.
-¿Viste el ñachi que hizo el otro día el papi? Eso creo que también es aprendido de ahí- remató Marcos. –Nooo, eso para mí que ya lo sabía de antes- aseguró mi mamá negando con la cabeza y frunciendo el seño y continuando la discusión sobre cuándo mi papá había aprendido qué y dónde. Así estuvieron los dos un rato conversando sobre las costumbres que tenían mis papás desde que eran chicos mientras yo cebaba los mates con una curiosidad nueva que a la vez me despertó una gran desesperación de lo que, en ese momento entendí, quizás nunca llegue a vivir y conocer y a entender. Pero que siempre, siempre iba a quedar impreso, si bien no en mi sangre, sí en mi nombre. Cansado por el partido, Marcos se tomó dos vasos llenos de agua. Abrió la heladera y preguntó – ¿Queda del dulce?-
-No-, le digo. –Ñalai-.
Mi mamá me dijo que eran palabras mapuches. Con toda mi arrogancia fui derecho a lo seguro: “diccionario Mapuche-Español”. Un diccionario pequeño que alguna vez había notado. Tenía palabras sueltas, colores, números. –No sale ahí- me dice mi mamá –porque además eso es de otras regiones, por los dialectos- me dijo. Calenté el agua para los mates y me senté adelante de ella. Apenas me miró por arriba de los anteojos (esos anteojos para ver de cerca y no de lejos) comenzó a contarme de sus años de maestra en Malleo. –Las mamás de los nenes nos decían que querían que sus chicos aprendieran la “lengua de castilla”. La “lengua de castilla” decían, porque todos hablaban mapuche y los mandaban a la escuela porque si no, no podían hablar con los maestros, no podían comprar, tampoco vender y era un lío-me cuenta. Justo durante la conversación llegó Marcos que había estado jugando a la pelota en “la canchita”, que era un baldío que estaba al lado de la casa y que usábamos vecinos del barrio para jugar “picaditos”. Como escuchó más o menos las cosas que mi mamá contaba, Marcos me mira y me dice –de ahí viene Ayelén-. Y asintiendo con la cabeza mi mamá sigue –claro, por eso te llamás Ayelén, por eso “Male” es Malén y “Pire” es Pirén-.
– ¿Y los chicos?- pregunté porque no me sonaba para nada que los nombres de mis hermanos fueran de origen mapuche.
-Bueno ellos no tienen nombre mapuche obviamente- y me miró por arriba de los anteojos –pero ustedes sí porque eran tan lindos esos nombres para nenas. Esos nenes, vos vieras la dulzura de esos nenes. Ahí aprendimos esos nombres y otras cosas más. Algunas cosas yo ya las sabía por Pacho, pero ahí aprendimos porque además si no, no había forma de dar las clases ni de vivir-.
-¿Viste el ñachi que hizo el otro día el papi? Eso creo que también es aprendido de ahí- remató Marcos. –Nooo, eso para mí que ya lo sabía de antes- aseguró mi mamá negando con la cabeza y frunciendo el seño y continuando la discusión sobre cuándo mi papá había aprendido qué y dónde. Así estuvieron los dos un rato conversando sobre las costumbres que tenían mis papás desde que eran chicos mientras yo cebaba los mates con una curiosidad nueva que a la vez me despertó una gran desesperación de lo que, en ese momento entendí, quizás nunca llegue a vivir y conocer y a entender. Pero que siempre, siempre iba a quedar impreso, si bien no en mi sangre, sí en mi nombre. Cansado por el partido, Marcos se tomó dos vasos llenos de agua. Abrió la heladera y preguntó – ¿Queda del dulce?-
-No-, le digo. –Ñalai-.

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